Eternamente Envuelte En Pixeles

Me sucedió en esta vida la cosa más triste posible: de poeta he llegado a ser autor. Creo que fui un poeta verdadero alguna vez, en mi adolescencia, cuando aún no había publicado – y, salvo mi diario íntimo, tampoco había escrito – nada. Es mi estado ideal, perdido para siempre y con el cual estoy soñando siempre: quisiera volver allí, quisiera que desapareciese del todo el recuerdo de los - ¡ay! – quince libros escritos en los veinte años desde mi debut. Quisiera tener el valor de volver a ser un don nadie, pero este valor no le es dado a cualquiera. ¿Qué puedes encontrar en estos quince libros? Si tienes la paciencia de hojearlos – algunas páginas buenas. Pero no aquéllas destacadas por la crítica. Pues estas páginas afortunadas están, como ocurre siempre, anegadas en muchísima literatura. Y cuanto es mejor la literatura, tanto hay menos ocasiones de encontrar también páginas más que logradas artísticamente: páginas verdaderas. Ellas son todo lo valioso de los libros, ya que no son experimento, sino experiencia, y no son aciertos del autor, sino dones hechos al autor. Es la razón por la cual el orgullo del escritor es tan estúpido. Para estas páginas raras debieras tener sólo una profunda gratitud. No estoy viviendo como escritor, ni me estoy sintiendo escritor. Únicamente me siento un hombre muy libre y – dado que el precio de la libertad es el mayor – muy triste. Intento seguir viviendo. No sé si ya escriba algo alguna vez, ni me importa. No quiero quedarme en el asilo de ancianos de las historias literarias. EUROPA TIENE LA FORMA MI DE CEREBRO[1] Hace más de un siglo, cuando no se sabía aún que Europa es en realidad un concepto cultural, un sueño intelectual a ojos abiertos, "a heap of broken images", una copia en un mundo sin originales, los artistas trataban de evadirse de la gran fortaleza cubierta de humo de carbón y desgarrada por guerras, conflictos sociales, mediocridad burguesa. ¿Qué era Europa para Rimbaud? Un charco lánguido en el cual su velero embriagado se atascaba en un fango reaccionario y patriotero. ¿Para Gauguin? Un país de las nieblas y de la falta de color. Mallarmé quería "huír lejos", después de haber leído todos los libros, para paliar de alguna manera la tristeza de su carne. Incluso aquel "anywhere out of this world" de Baudelaire significaba, de hecho, "en cualquier parte, pero no en Europa". La escalofriante Europa. La cruel, la hastiada, la vieja Europa. ¿Adónde podías escaparte, dónde podías hallar la verdadera vida, la verdadera savia, los verdaderos colores? En África, naturalmente, en Tahití, naturalmente. En el vino tinto. En hachís. En homosexualidad. En el desarreglo sistemático de todos los sentidos. Todo era escapar del emblema de la Europa de aquellos tiempos: la razón mecanicista, estúpida, uniformizante del mundo burgués. ¿Qué pesadilla monstruosa iba a producir aquel mundo de padres de familia educados en el culto del progreso y de la armonía universal? No pasaría medio siglo hasta que se vería que, en definitiva, si Rimbaud se había fugado a África, lo había hecho ahuyentado por un terrible vaticinio: "Oh, corazón, qué son mares de sangre…" No puedo refrenar mi sentimiento de que, cada uno a su manera, estos grandes artistas sabían lo que iba a suceder, el siglo siguiente, en Ypres y en Verdún, presentían lo de Stalingrado y la costa de Normandía, habían soñado con los enfrentamientos de tanques de la estepa rusa, la horrible caza de submarinos, el arrasamiento de la faz de la tierra de ciudades enteras, de miles de monumentos históricos antiguos, bibliotecas y catedrales. Sabían, a su manera, pues las habían conocido in nuce, de la "lógica" nazi que llevó al Holocausto, de la "armonía" soviética que creó los horrores del campo socialista de exterminio. Lo supieron asimismo Kafka y Trakl, Dostoievski y Unamuno. El crimen a sangre fría, científico, "en pro de la humanidad", la ingeniería social, los experimentos sobre la más concreta piel humana, así como sobre la piel de unas inmensas poblaciones aterrorizadas, han dominado hasta hace poco Europa, y sus ecos no se han extinguido todavía. Hasta que no nos hagamos cargo de esta cara de nuestro gran continente espiritual, no tenemos el derecho de (re)ver, re(memorar), re(construir) su esplendor y grandeza. E incluso comprendiendo que tenemos nosotros mismos, como europeos, la responsabilidad por las atrocidades del siglo pasado y el deber de no olvidarlas y no repetirlas, aún no estamos completamente justificados para celebrar nuestro europeísmo. En todo caso, no de cualquier modo. Las olas de relativismo cultural, de pluriculturalismo y de rectitud política de los últimos decenios, producidas por nuestro ineluctable deslizamiento hacia un mundo posmoderno, nos han habituado, pese a sus exageraciones y sus aspectos a veces caricaturescos, a ser circunspectos con respecto a la afirmación de nuestro derecho de primogénitos para la gran cultura. Si el filósofo griego citado por Diógenes Laercio podía decir con orgullo: "Soy feliz de haber nacido hombre y no animal, varón y no mujer, griego y no bárbaro", hoy en día estas discriminaciones parecen ellas mismas un atributo de la barbarie. Ya que, en definitiva, Europa está lejos de ser una isla aislada del espíritu, parecida a la Laputa de Swift, o a la Provincia Pedagógica de Goethe, en la cual la alta cultura, "todo lo que se ha dicho y pensado a nivel más elevado a lo largo de la historia" (según la definición de Mathew Arnold) ilumina todo con una luz deslumbrante. Y no hay ninguna utopía noocrática y lúdica como en "El juego de abalorios" de Hesse. Nuestra tradición grecojudaica está integrada, de hecho, por varios hilos entretejidos, que llevan hacia los mundos vecinos o lejanos. Nuestra escritura es fenicia, nuestro calendario asirio, nuestras "invenciones" son chinas, en nuestras pesadillas surge el monstruo Humbaba, somos todos hijos del diluvio universal. Europa es un concepto compacto y relacional, una construcción mental compleja, un sentimiento contradictorio, en el cual el amor y el odio para consigo convergen. Pero al mismo tiempo caer en un relativismo total, sostener que todas las culturas han producido equivalentes valorizadores de Homero, Shakespeare y Cervantes, es igualmente inmaturo y estúpido que ser un europocentrista puro y duro, que jura sólo por los mentados "genios del espíritu humano". Soy orgulloso de ser hombre por ser también animal; de ser varón por ser también mujer; de ser griego precisamente porque el bárbaro que llevo dentro de mí está tan lleno de vida. Lo mismo soy orgulloso de ser europeo. Ser europeo significa para mí no ser bueno (mejor que otros), sino ser complejo, ser un personaje complicado, lleno de contradicciones internas, pero capaz de reconocerlas y conciliarlas. La gran tradición europea me orientó toda la vida, lo mismo que la rebeldía contra ella. Mas hablar de Europa es como hablar de América o de Asia: ¿qué frase puede abarcar toda su realidad? E incluso ¿qué libro, qué monumental enciclopedia? Hay muchas Europas, diseminadas en tiempo y espacio, una confederación pluridimensional de Europas. ¿Con cuáles de ellas me siento solidario? ¿A cuáles odio? Algunas son reales como un puñado de tierra del cual crecen briznas de hierba, otras son virtuales, fantasmales, azotando nuestro campo imaginario. ¿Existió efectivamente el mundo antiguo, en el cual Europa no era más que una ninfa raptada por Zeus a lomos del eterno toro cretense (quizás el más duradero símbolo del viejo continente)? ¿Existió el extraño mundo del rey Arturo y de Lanzarote, lleno de árabes y milagros, bárbaro y coloreado con estridencia como un juego estratégico para el computador? ¿El libertino mundo de Fragonard? ¿El heroico mundo de Napoleón, poblado al parecer sólo por soldados de plomo? ¿El mundo de película en blanco y negro, ahogado y lleno de manchas, de 1900, con coches de caballos e individuos con chisteras? ¿Quién escribía que el mundo existe tan sólo desde hace pocos minutos, pero que todos nacimos con injertos de memoria falsa? No me voy a extraviar por estas cavernas y laberintos, específicos, según Hocke, del pensamiento del Homo Europaeus. Mi relación con Europa es sobre todo la con la Europa de hoy, en nada más real, por lo demás, que las precedentes, pues es la única por la cual se me ha permitido, en realidad como en sueños, enderezar mis pasos. Una Europa con más velocidades, se ha dicho. Una Europa partida en dos, durante decenios, por un muro estúpido de hormigón y alambre de púas, se ha dicho. Cuando el muro concreto (al menos en su porción que separaba los dos Berlines) fue derrumbado, se pudo ver sin embargo con claridad que el mismo no separaba zonas geopolíticas en mayor medida que separaba zonas mentales. La prueba es que ni hoy en día hay una sola Europa, y no la habrá mucho tiempo, ni siquiera cuando todos los estados del imaginario Este se habrán integrados en el Oeste imaginario. Ya que en los fantasmas de nuestra mente existen también las Europas de Huntington, chocándose y estrellándose como unas fosas tectónicas a lo largo de la frontera catolicismo / protestantismo – ortodoxia, y las Europas de Goethe y Thomas Mann, que oponían el Norte cerebral y austero a un Sur dionisiaco… Tres clisés, tres bordones, tres fantasías casi sexuales se extienden también hoy encima de la enorme península que nace en los Urales. No sé si los estamos segregando o fabricando sin cesar, si ellos nos encierran en otros "campos" infantilizantes y tranquilizadores, o bien si flotamos en ellos como en unas balsas salvadoras de la Medusa. Europa de Oeste, Europa Central y Europa de Este. La civilización, la neurosis y el caos. La prosperidad, la cultura y el caos. La razón, la subconsciencia y el caos. En una conversación de hace algunos años, en la Feria del libro de Francfort, con un editor alemán, éste me dijo que estaba interesado en los autores de Europa de Este. Le contesté de inmediato que yo, personalmente, no me considero uno de ellos. "Tiene razón", repuso el editor, "usted, como rumano, es de Europa de Sudeste"… Maravillosa puntualización. Espléndida subdivisión de una subdivisión. Quédate en tu lugar, me decía de hecho, por ello, afable, el editor. Quédate en tu gueto. Expresa tu pedacito de historia (Sud)este-europea. Escribe de tu Securitate, de tu Ceauşescu, de tu Casa del Pueblo. De tus perros, tus niños callejeros, tus gitanos. Alardea tu disidencia del período comunista. Déjanos a nosotros escribir sobre el amor, la muerte, la felicidad, la agonía y el éxtasis. Déjanos a nosotros hacer vanguardia, innovar, respirar normalidad cultural. Tu única ocasión es expresar tu pequeño mundo exótico en una pequeña editorial que, a lo mejor, pudiera aceptarte aquí, entre nosotros. Porque, en definitiva, ¿a quién le importa? ¿A quién le interesa? Tienes que elegir: refuerza nuestros clisés queridos o desaparece. Retomo, aquí, la respuesta que le dí entonces: no soy un autor del Este de Europa. No reconozco la división de Europa en las tres zonas, ni desde el punto de vista geopolítico, ni cultural, ni religioso, ni de cualquier otro tipo. Sueño con una Europa diversa, pero no esquizofrénica. Yo no leí a Musil viendo en él un hombre dubitativo de Kakania, sino un príncipe del espíritu europeo. No me importa en qué país vivió y escribió André Breton. No sé dónde está en el mapa la Kiev de Bulgakov. Yo no leí a Catulo, ni a Rabelais, ni a Cantemir, ni a Virginia Woolf de algún mapa, sino de la biblioteca, donde los libros están ordenados uno junto a otro. Mis libros no están recorridos por quién sabe qué ovejitas del folclore rumano o por las genuflexiones del rito ortodoxo, sino por estrellas dantescas, el compás de John Donne, la lanza de Cervantes, la cucaracha de Kafka, la madalena de Proust, el rodaballo de Günther Grass. No me siento en competición sólo con los autores rumanos o con los búlgaros, rusos, serbios, checos o polacos cercanos, sino con los escritores de por doquiera a los cuales admiro y quiero. Claro que mis asuntos pueden ser, forzosamente, rumanos, la escenografía rumana, el lenguaje con inflexiones de mi espacio psicolingüístico, pero mis temas no pueden ser otros que los grandes temas de la tradición europea, los mismos en Eurípides y en Joyce. Las influencias que han nutrido tanto mi poesía como mi prosa (pero en primer lugar la meditación que, escribía George Enescu, es la principal ocupación del artista) fueron sobre todo las de la gran literatura moderna del siglo precedente, tanto extranjera como rumana, porque la tradición de la modernidad rumana es, por suerte, igualmente compleja y exuberante que cualquier otra de Europa. Los escritores rumanos que han logrado atravesar las barreras de mentalidad entre Oeste y Este (confirmándolas, en cierto modo, por esto) se han mostrado estrellas de primer orden en el ciclo de la cultura europea: Tzara, Ionesco, Cioran. Pero muchísimos otros – algunos por cierto más valiosos – se han quedado enredados en la trampa dulce de una lengua con una expresividad infinita, pero precisamente por ello intraducible: Urmuz, Arghezi, Blaga, unos meros desconocidos. Con todo el respeto por ellos, no quiero compartir su suerte. Tampoco quiero llegar a ser "el rumano de turno", invitado esteoritipado para representar a su país en coloquios y simposios. No tengo nada por representar salvo a mí mismo, a la patria de mis escritos. Pudiera ser portugués, estoniano o suizo. Pudiera ser varón o mujer, griego o bárbaro. La textura de mis escritos sería, naturalmente, siempre otra, pero su espíritu permanecería siempre sin cambiar. Puesto que Valéry no estaba del todo equivocado cuando afirmaba que todos los poemas escritos alguna vez pudieran atribuirse a un único poeta atemporal, nadie otro que el espíritu creador. No voy tan lejos, pero me parece claro que hay algo que subextiende (tautológicamente) todos los escritos que pudieran subsumirse a la cultura elevada, dondequiera que se escribieran y por muy contaminados que fueran con otros tipos de cultura: el espíritu europeo. Desde este punto de vista Márquez es europeo, Pynchon es europeo, Kawabata es europeo. Puede ser que no en actitud y en ideología, pero sin duda alguna en el gran subconsciente colectivo de la obra de arte, en la "filosofía" de este campo del conocimiento, tal como fue fundado por los antiguos griegos. En presuposiciones, en lo que no se expresa pero es determinante para un escrito literario. El pensamiento posmoderno se esfuerza por mostrar, desde hace algunos decenios, lo que no está bien en cuanto al arte elevado: su arrogancia, su autarquía, su elitismo. El encerrarse en museos, el alejarse de la vida directa. En un brillante ensayo, Walter Benjamin mostraba como "el aura" de la obra de arte se extingue en la época en la cual ella puede reproducirse mecánicamente. Todo esto es verdadero. El arte elevado mereció "las afrentas" de antaño de Duchamp – la letrina expuesta sobre un pedestal en el museo y los bigotes de La Gioconda – y merece hoy las agresiones de innumerables tipos de arte contemporáneo, cada vez más "popular" y más aleatorio. Sin embargo el espíritu europeo de la antigua tradición grecojudaica no se altera por estos malos casamientos, sino recibe sangre fresca imprescindible. La Gioconda con bigotes no tiene sentido alguno que por referencia a la verdadera, eterna Gioconda, a la que no humilla, sino la hace seguir brillando. La ola de cultura popular de la "americanización", a la que tantos temen, no es el final del gran arte, sino su ocasión de hacer surf sobre la cresta de esta ola. Pese a esta transformación del arte en show-biz, en espectáculo de un día, sostengo obstinadamente que hasta en el mundo de hoy una sólida cultura artística te da una ventaja incalculable sobre los ejércitos de artistas mediocres y anónimos que nutren un público drogado de advertising y televisión. Hay un gran número de Europas en el espacio y en el tiempo, en los sueños y en los recuerdos, en lo real y en lo imaginario. Yo me reivindico sólo una de ellas, mi Europa, fácil de reconocer por lo de que tiene la forma de mi cerebro. Y tiene esta forma porque ella me lo ha modelado aun desde el principio, según su rostro y semejanza. En su superficie hay arrugas y pliegues profundos, zonas motores y zonas sensoriales, áreas del habla y áreas de la comprensión. Pero no hay en ninguna parte muros de hormigón, telones de acero, fronteras.

Poeta, prosista y crítico literario"Faros, escaparates, fotografías" (1980); "Poemas de amor" (1983); "El sueño" (1989); "El Levante" (1990); "Travesti" (1994); "Deslumbrante" I (1996); "El posmodernismo rumano" (1993); "Deslumbrante" II (2001); "Eternamente joven, envuelto en pixeles" (2003).
[1] Ensayo leído en la "Literaturhaus Hamburg" con motivo del coloquio internacional "Europa Schreibt", 2003. Treinta y cinco escritores de sendos países europeos escribieron sobre qué significa Europa para su obra. El texto fue publicado ulteriormente en "Neue Zürcher Zeitung" y en "Observatorul cultural".


by Mircea Cărtărescu (b. 1956)