Otro recuerdo de infancia, que me traumatizó, se relaciona con lo precedente… No sé si debo relatarlo. Pero al fin y al cabo, todo debe decirse. Quizás tuviera que decirlo de otro modo, en un estilo transpuesto, como se dice, para que no se sepa si me pertenece o no, si es una relación o un invento. Mas de hecho poquísimas cosas son vergonzosas. Todos los errores, si hay errores, o el malentendido, la estupidez, todos los errores, si algo puede ser llamado error, tienen una explicación objetiva y no son en realidad errores. Somos todos nosotros más o menos irresponsables, pues ¿quién es dueño de sí mismo, de sus deseos? ¿quién es el que pueda discernir la realidad del espejismo? Cuento sin embargo este recuerdo de infancia, porque pertenece, seguramente, a los que más me han marcado. No sólo me determinó la psicología, sino forma parte de la categoría de los que mucha gente los conoció y puede permitir la comprensión de la causa por la que otras tantas psicologías han venido modificadas, determinadas desde el comienzo de la vida consciente. En cualquier caso, no puedo dejar de contarlo. Tengo ahora treinta y cinco años. Algunos años antes recordaba, sé que recordaba esta escena, en todos sus detalles, con precisión. Si muchas de las imágenes descritas más arriba, que conservo de mi padre, son, por decirlo así, calladas, en la escena que sigue hay no sólo imágenes, sino también el sonido de su voz, y mi oído sigue escuchando todavía los sollozos de mi madre. Me parece, puede que sólo me parezca, que las imágenes de mi memoria hoy se han desvanecido, que los detalles son más pobres, puesto que desde que he entrado en el ciclo de la vida descendiente el viejo mundo interior se aleja de mí, se deshace, se deja invadido por la niebla. Pero lo esencial de esta escena no puede arrancarse de mi corazón. Si soy como soy y no de otro modo, lo debo todo, o en cualquier caso mucho, a este hecho inicial. No sé por qué él haya determinado la actitud que adopté ante mis padres, mas creo que determinó también mis aversiones sociales. Tengo la impresión de que por ello odio la autoridad, ya que aquí está la fuente de mi antimilitarismo, es decir de todo lo que es, de todo lo que representa el mundo marcial, de todo lo que es sociedad basada en la primacía del hombre frente a la mujer. Mi padre ya no podrá leer estas páginas. Escribí y publiqué sobre él cosas muy crueles. Quizás no tenga razón. En la relación entre un hombre y una mujer no se sabe quién es el juguete del otro. A menudo, la víctima aparente es mas fuerte que el verdugo aparente. Es difícil ingeniarse en estas cosas sutiles, siento que me voy extraviando. En todo caso, él y yo estamos separados hasta el Juicio Final y sólo entonces nos ajustaremos las cuentas y los malentendidos se disiparán acaso. Concretamente, países y fronteras, materiales y morales, nos separan. (1967: desde que escribí estas líneas mi padre murió, él murió algunos años más tarde.) Todo lo que hice, lo hice de alguna manera en contra de él. Publiqué panfletos contra su patria (no aguanto la palabra patria, porque significa el país de mi padre; mi país era para mí Francia, lisa y llanamente por haber vivido aquí con mi madre en mi infancia, durante los primeros años de escuela y porque mi país no podía ser otro que el en que vivía mi madre). Él quería que yo llegara a ser un burgués, un magistrado, un militar, un ingeniero químico. A los procuradores les tenía horror, no podía ver un presidente de tribunal sin que me entraran ganas de matarlo. No podía ver un oficial, un capitán con botas sin tener un arrebato de cólera y desesperación. Todo lo que era autoridad me parecía ser, y en efecto lo es, injusto. Fui condenado por los panfletos que escribí contra el ejército y los magistrados de su país, y estaba orgulloso de ello. Sé que cualquier justicia es injusta y que cualquier autoridad es arbitraria, aunque este arbitrario se apoya en una crencia o en una ideología fácil de desmitificar. Las nuevas autoridades son igualmente injustas e inaceptables que las otras, puesto que están personificadas por hombres, es decir por pasiones personales y subjetivas cuya objetividad teórica no me engaña. La situación oficial, las condecoraciones, los honores, el mérito, no hacen que disimular horrores y una estupidez absoluta. Recuerdo haberme esforzado por lograr la reconciliación. Tenía dieciocho o diecinueve años y había abandonado la casa paterna para vivir en habitaciones alquiladas. Para pagar el alquiler tenía que impartir clases de francés. El dinero no me alcanzaba, no tenía qué comer que hasta mediados del mes. La segunda mitad del mes iba a la residencia de los estudiantes de medicina, donde tenía un amigo, estudiante y becario. Los estudiantes de Letras no estaban bien vistos por los ministerios y, aunque tenían residencias, tenían allí unos comedores infectos y unos dormitorios en común. Sin embargo, los del Politécnico y los de medicina tenían viviendas suntuosas: habitaciones individuales con agua corriente, comedor con mesas pequeñas. Por lo tanto iba a mi amigo, futuro médico, que me alimentaba durante quince días con té y pan. En todo este período vi a mi padre probablemente dos o tres veces. Era rico. Nos emocionábamos en el acto, él me daba dinero y yo lo gastaba de inmediato invitando a mis amigos y regalándolos. Los festines se terminaban al amanecer y volvía a casa en coche de caballos después de haber dado la vuelta de Bucarest para llevar a su casa a mis amigos. Gastaba hasta el último céntimo y al otro día me encerraba en mi habitación y no contestaba a las llamadas de la dueña que me pedía pagarle el alquiler. Pasaban después otros meses. Y de nuevo encontraba a mi padre que me preguntaba cómo me iba con los estudios y me daba dinero, que yo gastaba de inmediato y siempre así. La última vez que lo vi había acabado ya mis estudios, había llegado joven profesor, estaba casado, él me invitó a almorzar juntos, reñimos porque él era intelectual de derecha, hoy hubiera sido de izquierda, fue incluso uno de los pocos abogados bucarestinos mantenidos en el Tribunal, inmediatamente después de la instalación de los comunistas. Mi padre no fue un oportunista consciente, él creía en la autoridad. Respetaba el Estado. Creía en el Estado, cualquiera que fuese. Para él, tan pronto que un partido tomaba el poder, tenía razón. Así que fue legionario, demócrata, francmasón, nacionalista, estalinista. Para él, cualquier oposición se engañaba. Para mí, la oposición tenía razón. (Hoy, en 1967, ya no me gusta ni la oposición porque sé que ella es el Estado en germen, es decir la tiranía.) En breve, al final del almuerzo peleamos: antaño me había hecho bolchevique; después me había hecho simpatizante de los judíos. Lo mismo me había hecho también al terminar de almorzar. Me acuderdo de la última frase que se la dije: "Es mejor ser simpatizante de los judíos que imbécil. Señor, tengo el honor de saludarle." Me miró con una sonrisa adolorida y me dijo: "Bueno, bueno", y no volví a verle jamás. Yo estaba en París cuando la guerra, y después también en la posguerra. Había mandado desde París una carta para una revista rumana que me había atraído los relámpagos de la prensa y la condena de un tribunal del cual formaba parte también su cuñado, magistrado militar del nuevo régimen, esto después de haber condenado, algunos años antes, y en el mismo cargo, "espías comunistas". Mi padre me comunicó, desde lejos, que me había faltado razón para atacar el ejército, puesto que ahora era el ejército del pueblo, y a los magistrados rumanos, porque ahora eran magistrados socialistas. En realidad, él me reprochaba esta vez que no fuera bolchevique. ¿Por qué le habré tenido tanto rencor? ¿No era él igual a todo el mundo? Hace muchos, muchísimos años desde que murió. En definitiva, le reprochaba precisamente el hecho de que era como todo el mundo. El hecho de que iba en el sentido de la historia: pero Heidegger, Jung, Sartre y otros ¿no hicieron lo mismo? Él lo hizo de modo más grosero, más simplista y puede ser que más cándido. Corrientes de locura están sacudiendo el mundo. Para resistir a estas corrientes debes decirte que la historia se engaña siempre, mientras que en general se cree que la historia siempre tiene razón. Él era como todo el mundo. Esto se lo reprochaba yo. Y esto fue lo que no tenía yo razón de reprochárselo. Habría tenido cuatro años y seguíamos viviendo también en el hotel de la calle Blomet. No vivíamos ya en el cuarto piso, sino en el sexto. Vivimos en esta habitación, junto con mi madre, mucho tiempo después de la salida de él. Mi hermanita estaba probablemente en Medan, en una guardería fundada por Emilio Zola, en la casa que habitó el propio Zola, creo, y que debe seguir siendo guardería hoy en día también. De todos modos, estoy seguro de que mi hermana faltaba. Estaba sentado en el suelo junto a la puerta. Al otro extremo de la habitación, la ventana. A la izquierda había una cama en la que estaba tendido él, un periódico en la mano, vestido de una larga camisa de noche blanca sobre los calzoncillos largos. Le veo con sus zapatos, sus calcetines, sus ligas. Mi madre se movía nerviosa, entre la cama y la ventana. Le veo la silueta en la luz de la ventana. Junto a la pared de la izquierda había un armario de luna, y de la otra parte, cerca de la ventana, un tocador. Mi madre es muy infeliz. Está llorando. Él la increpa, le grita, pero siguiendo tendido en la cama. Mi madre viene hacia mí, se aleja. Ella está acabando de vestirse o quizá de limpiar el cuarto, se acerca a la cama en que está él, habla, se aleja, se pone cada vez más nerviosa. Él no se conmueve. Tiene una voz muy fuerte y una expresión llena de maldad. Sigue hablando. Debe decirle cosas durísimas. Mi madre echa a llorar sollozando. De repente, se dirige rápidamente hacia el tocador al lado de la ventana. Agarra el vaso de plata que le regalaron para mí, el día de mi bautizo. Coge el vaso, echa en él un frasquito de tintura de yodo que se derrama cual lágrimas, cual sangre, y mancha la plata. Llorando, con su modo infantil de llorar, la cara contorsionada, mi madre lleva el vaso a la boca. Él se había levantado ya, rapidísimo, hace algunos segundos, lo veo en su camisa de noche, con los calzoncillos largos, con sus zancadas, cómo se precipita y detiene la mano de mi madre. La llama por su nombre, trata de calmarla. Mi madre continúa llorando mientras que él le coge el vaso de la mano. El vaso, que lo sigo guardando, está lleno de manchas que no se pueden quitar. Cada vez que lo estoy mirando me acuerdo de esta escena. La compasión por mi madre data de aquel día. Estuve extraordinariamente asombrdo observar que no era que una pobre niña, desamparada, una marioneta en manos de mi padre y el objeto de su persecución. Desde entonces he sentido compasión, con razón o no, por todas las mujeres. Me he sentido culpable. Me eché encima la culpabilidad de mi padre. Temiendo hacer sufrir a las mujeres, oprimirlas, me he dejado oprimido por ellas. Ellas me han hecho sufrir. Las he hecho sufrir a algunas. Porque todo el mundo hace sufrir a todo el mundo, porque todo el mundo atormenta a todo el mundo. Pero cada vez que he hecho sufrir a una mujer, o cuando me pareció que la había hecho sufrir, sufrí yo también por su sufrimiento. Ninguna de ellas no ha sufrido nunca sola. Hoy, años después, esta escena me parece más bien ridícula; es probable que mi madre no pensara envenenarse de veras, sabía que él la iba a impedir. Sin embargo, la escena se grabó en mí y el temor que me provocó entonces no ha podido aliviarse nunca por la razón. Esta escena de familia determinó en mí un sentimiento de desdicha, la certidumbre de que no podemos ser felices. La veo aún, con sus lágrimas, despeinada, la cara contorsionada, oigo sus sollozos. Pero ¿qué significa "estar en pos de tu tiempo"? Otro más de los numerosos clichés que debemos echar de nuestro espíritu, que debemos rechazar usarlos, "estar en pos de tu tiempo" significa a menudo precisamente formar parte de la oposición de una minoría que critica la marcha, el sentido que reviste la marcha en la historia de su tiempo. Estar en pos de tu tiempo significa en realidad "no dejarte llevar", "no dejarte agarrar", tengo la impresión de que no hay retardatarios ni precursores: es como si existieran algunos principios o actitudes o posturas permanentes, en lucha permanente, que se retoman, se rechazan por turno, vencidos o victoriosos por turno, cuya diversidad de aspectos revestida a lo largo de las épocas históricas no es esencial, pero cuya identidad profunda es esencial. Kant retoma a Platón; en su manera, los arquetipos de Jung vuelven a justificar ellos también las ideas platónicas. Bergson retoma a Heráclides, a quien Hegel lo había retomado también. (Los estructuralistas retoman por su cuenta algunas inmutabilidades que se oponen a las teorías del cambio y de la evolución.) Las sociedades democráticas siguen a las sociedades aristocráticas, a las tiranías del liberalismo; cuando una sociedad, un régimen social se relaja, la reacción o la revolución, dos términos que pueden ser sinónimos en el fondo, reestablecen duramente la autoridad y demás. Así que todos los que se oponen a lo que se llama momento histórico "pueden ser considerados lo mismo "retardatarios" que "precursores". Charles Baudelaire, adversario del pensamiento progresista del siglo XIX y del positivismo, del racionalismo, de las reformas sociales progresistas, ya que él consideraba que este progresismo era regresista desde el punto de vista metafísico, era un partidario, un representante de la actitud aristocrática. A él le pertenece esta frase célebre: "Sólo el sacerdote, el soldado y el poeta merecen estima, el resto de la Humanidad no merece que el látigo"; era en efecto "reaccionario", un nonconformista, un aislado paradójico, un retardatario. Al mismo tiempo, él puede ser considerado como precursor de ciertas doctrinas nietzschenianas del pensamiento alemán actual - hitlerianas o spenglerianas – muy actuales; no pienso tan sólo en Spengler del Declino del Occidente; pienso especialmente en Spengler de los Años decisivos, este panfleto violento contra las "masas", contra las "no élites". La actitud de Baudelaire era también la de Edgar Poe, que vivía en los EE.UU. democráticos; Poe también estaba contra su tiempo. Sin embargo, no hubo "reaccionario" mayor, más retardatario frente a su tiempo que Dante, enemigo del Renacimiento, de las jóvenes repúblicas italianas, del nacionalismo, partidario de la familia Hohenstaufen; ¿no quería él un nuevo imperio de la Europa universal? Y Petrarca ¿no era él también un retardatario, él que deseaba la reconstitución del Imperio Romano? Y Aristóteles ¿no pudiera ser reivindicado por los racistas de hoy? Los racistas parecen ser hoy en día, precisamente ellos, que eran considerados en atraso ante su tiempo, representantes de la historia en la marcha. Pero esta marcha será detenida. Ellos volverán a ser reaccionarios. Nosotros también volveremos a tener quizás razón. Yo tengo la tendencia de estar, casi siempre, en contra de mi tiempo, en contra de la corriente. Pienso que nuestras ideas no son "históricas", que ellas no representan sólo el momento histórico respectivo, creo que ellas expresan las tendencias extrahistóricas, profundas, que nos superan a nosotros mismos y la superficie histórica, que proceden desde muy lejos, lejísimo y que, vencidas hoy, reprimidas hoy, resurgirán mañana, se cristalizarán de otro modo, reanudarán la lucha. En realidad, las ideas son la expresión de unas tendencias no sólo cerebrales, sociales, sino son la expresión de los temperamentos metafísicos, si se puede decir así. Biológicos y metafísicos. Biológicos, metafísicos, cósmicos. Semejantes en cierta medida al flujo y reflujo de las mareas, a las fases de la luna, al día y a la noche, a las estaciones que van y vuelven, que parecen por turno ahuyentarse unas a otras. No estamos solos; lo que pensamos es eterno. Las cosas que pienso, que siento yo, las piensan y sienten otros. Las pensarán y sentirán otros. Cualquier actitud es justificada porque no es la expresión, la invención de un único individuo; no expresa un caso, expresa un hecho general. Nuestras ideas y tendencias no se extravían, no desaparecen. Tenemos que tratar de definir estos principios eternos que volvemos a hallar en todos los aspectos, en todos los momentos de la Historia. Y, a pesar de esto, nosotros representamos nuestro tiempo aunque estamos en contra suyo, el movimiento no es lineal. Estar libre, estar fuera de la Historia, no estar en el orden del mundo, no ser un instrumento de la orquesta o una nota de la sinfonía. No estar en el escenario. Ver y oir todo de la sala. Como si estuvieras fuera del universo. Si estás en el escenario, si formas parte de la orquesta, oyes únicamente el tumulto, sorprendes sólo las disonancias. Miradlos; escuchadlos; ellos no se vengan, ellos castigan. Ellos no matan, ellos se defienden: la defensa es legítima. Ellos no odian, ellos no oprimen, ellos hacen justicia. No quieren conquistar, ni dominar, quieren organizar el mundo. No quieren echar a los tiranos para tomar su lugar, ellos quieren establecer el verdadero orden. Ellos hacen sólo guerras santas. Tienen las manos llenas de sangre, son espantosos, son feroces, tienen cabezas de animales, se hunden en el barro, aullan. No quiero vivir con estos locos, no tengo sus fiestas, quieren tomarme a la fuerza con ellos. No hay tiempo para explicarles. Por lo tanto, yo mismo soy un mártir que aspira llegar a ser verdugo. Encuentro a T. Me confesó que él cree en la transmigración de las almas. Tenía una crisis de ciática y, por el momento, no podía siquiera ir de una silla a otra. Escribe una teoría de los valores. Discurso de Hitler, pronunciado ayer en Reichstag y reproducido, por supuesto, como de costumbre en todos los periódicos del país. Entre otras cosas hay también un resumen, una exposición de ideas de la metafísica racista alemana. Hitler cree o no cree en ella. Pero si la historia continúa yendo en el sentido de Hitler, todos los pueblos y todos los ideólogos retomarán por su cuenta estas "ideas" que llegarán a ser los dogmas, los axiomas en que se fundamentará una nueva ciencia del hombre. Todo puede sostenerse, todo puede demostrarse por las ciencias. Se puede hacer todo lo que se quiere de la ciencia. En realidad, las turbulencias políticas que se producen en el plano exterior, político, social, no son que la seña de nuestra impotencia. Ellas no son más que una acción de salvación condenada al fracaso. Lo que deseamos, en el fondo, lo que queremos en lo hondo de nuestro ser es una transmutación, el deseo de elevarnos en un plano superior de la existencia. Si tuviera una vista penetrante, entendería probablemente que lo que estoy buscando se halla quizás justo a mi lado. Lo sé a ciencia cierta, pero de manera ineficaz, exterior, como si fuera algo dicho por otro. No lo sé suficientemente, no lo veo solo. En mi adolescencia, me ocurría sentirme invadido por una alegría inmensa, luminosa: era una felicidad inexplicable y sin razón que subía desde la tierra, desde los pies, llegaba a las rodillas, al estómago, al corazón, y me envolvía por entero. Todo se volvía bello y a la vez nuevo y familiar. Los latidos de mi corazón se aceleraban y tenía la impresión de que me alzo y crezco. Si intentaba explicarme las causas de esta alegría extravagante, o si me decía con falsa lucidez que no tenía ningún motivo de alegría (como si la euforia hubiera podido justificarse), el estado de felicidad se desvanecía como una niebla luminosa, después el mundo llegaba a ser de nuevo ceniza, y la vida desabrida, imposible de vivir. Me siento muy cerca de lo esencial o del ser, en el ambiente de una mañana luminosa en la cual todo parece que apenas surge y precisamente entonces abro mis ojos, como si lo hiciera por primera vez, lleno de asombro, y me pregunto: "¿Qué es esto?; ¿Dónde estoy?" y luego: "¿Por qué todo esto, quién soy, qué hago yo aquí?" La pregunta puede tener una respuesta, cierto, pero yo no espero respuesta. Siento en mí, en el momento preciso cuando se asoma la pregunta, una alegría infinita, "sin justificación", y esta alegría, esta exaltación parece ser la propia respuesta a la pregunta que acaba de surgir. Me siento triste, amargo, vacío, cuando no estoy en el corazón del misterio esencial y cuando no me pregunto, quiero decir más bien cuando la pregunta no se impone ella misma subiendo desde adentro. La luz es la que determina el surgir de la pregunta, y la pregunta insoluble tiene sin embargo una respuesta, ella es esta misma luz. La pregunta "dónde estoy, quién soy" me desorienta, desplaza los objetos y, a la vez, me reintegra en lo que tengo más hondo dentro de mí, es la alegría, la certidumbre de ser, prescindiendo por completo del hecho de que la pregunta no puede tener respuesta, todas las respuestas siendo exteriores a la pregunta, al lado de ella, la pregunta siendo la respuesta misma, como si mi propio eco fuera la respuesta. Estoy fundamentalmente emocionado, estupefacto de la certidumbre de que existo, feliz con este regalo que hubiera podido no existir (todo hubiera podido no existir) y más que feliz puesto que, si esto existe, no hay ningún peligro de que dejara de existir. Estos momentos deben ser como unos momentos de gracia: el resto del tiempo, las preguntas (y no la pregunta) y los problemas desaparecen en el laberinto o en la selva de las definiciones, de las emociones, de los ecos de las voces de los demás. La pregunta que surge espontáneamente es una garantía inefable: las respuestas no pueden que limitarla, desnaturalizarla, desfigurarla, suprimirla. Una respuesta aún mayor, más fuerte, sería como una interrogación única, total, un asombro deslumbrante que nos fundiría en luz.
Dramaturgo, ensayista y memorialistaObra: "No" (1934); "La cantante calva" (1950); "La lección" (1951); "Los rinocerontes" (1960); "El rey se muere" (1962); "Notas y contranotas" (1966); "Diario fragmentado" (1967); "Guerra con todo el mundo" (en rumano, edición 1992)
by Eugen Ionescu (1909-1994)