El Museo Nacional de Arte de Bucarest tiene, aunque pueda resultar sorprendente para esta parte de Europa, una buena sección de arte español antiguo. La pintura de la contrarreforma se pone de manifiesto en la obra maestra de Alonso Cano, "Cristo en la columna" que causó sensación en la exposición retrospectiva organizada en el Hospital Real de Granada con ocasión del cuarto centenario del nacimiento del artista (2001). A su lado hay obras importantes de Juan Valdés Leal ("La cabeza de San Pablo"), Francisco de Zurbarán ("San Blas" y Murillo ("La Inmaculada Concepción"). Dentro de este conjunto destacan los tres lienzos de Doménicos Theotocópulos "El Greco" (1541 – 1614), los únicos que quedan de los ocho que hace tiempo formaban el núcleo más valioso de la colección de la familia real rumana de la dinastía Hohenzollern. Las obras de El Greco junto con toda la colección de arte español reflejaban no sólo el gusto de la familia real y en particular del primer rey de esta dinastía Carlos Iº, sino también la prolongada intimidad con el catolicismo, a pesar de la adopción obligatoria de la religión oficial de Rumanía, el cristianismo griego ortodoxo. Impresionante también por el tamaño, "La Adoración de los Pastores" de El Greco es un cuadro de aproximadamente 3 metros de altura que formaba parte de un retablo encargado para el Colegio de Doña María de Aragón, fundación de la orden de monjes agustinos. El Greco firmó el contrato de este importante encargo en 1596, y en 1600 todas las obras estaban entregadas. "La Adoración de los Pastores" erudito y al mismo tiempo riguroso en su extravagancia, se desarrolla en dos registros. El registro superior lo constituye una esfera – bola celestial, una concrescencia de ángeles y querubines en fusión con la luz artificial. Los dos ángeles, en una perspectiva espectacular, tienen rasgos faciales más bien femeninos y están sentados como dos paréntesis en cuyo interior algunos querubines cogidos de las manos disfrutan de un baño de sol. Con esta bola carnal de luz transfigurada no se quiere, como en la pintura barroca obsesionada con la arquitectura fingida, la sugerencia hábil y provocadora de un techo o de una bóveda imaginaria en la que están expuestos los personajes divinos cómodamente sentados en ingravidez, como en un espacio firme, análogo en su solidez y racionalismo al terrestre. Contrariamente a esta audacia plástica, El Greco no coloca la jerarquía celeste del registro superior del cuadro como si se tratara de los vecinos del piso de arriba de la escena que se desarrolla en la planta baja. Él la configura más bien de forma irracional y expresionista, como si fuera una zona pesada, aplastante, distinta de la celestial, con leyes que rozan lo absurdo, pero que sólo de este modo pueden reflejar el absoluto del Más Allá, formando un globo brillante de tensión corporal – espiritual, el equivalente pictórico de la fe que ilumina la noche del Nacimiento del Señor. Y la luz de este sol está provocada, y al mismo tiempo genera, por la alegría extática del coro de los ángeles. Un detalle interesante de este registro superior lo representa la filacteria extendida con gracia por dos ángeles femeninos, en la que se puede leer, en una combinación de teología e ideología política "Gloria In Excelsis Deo Et In Tera Pax", que alude tanto al catolicismo del imperio español como también a la extensión del mismo por la mayor parte del globo terrestre. Más interesante aun que el registro superior, el inferior, el de la Adoración propiamente dicha, tiene por núcleo la luz emanada del Niño Jesús que se halla en el centro de la composición. La luz irradiada por Él en la Tierra (en el registro inferior del cuadro) se corresponde directamente - siguiendo la vertical de la composición - con la luz del núcleo del globo incandescente del coro de los ángeles del registro superior: El Niño Jesús es adorado no sólo por los pastores sino también por un ángel de facciones masculinas esta vez, que ha descendido para hacer de vínculo entre cielo y tierra, vínculo que se realiza teológicamente la noche del nacimiento del Redentor. El Niño Jesús es adorado también por la Virgen María, símbolo de la Iglesia Católica y de la Iglesia cristiana. El Niño es sin embargo el que irradia la luz tanto en el rostro de la Virgen María como en el del ángel y, algo más difuminada, en el de los pastores, encarnaciones del creyente común y corriente. En la tierra, es Él quien lleva la luz divina. Bajo la influencia de los modelos flamencos del Nacimiento del Señor, numerosos en España, El Greco muestra al Niño no sólo expuesto por la Virgen María en un pañal de tela fina y translúcida como la seda, sino reposando asimismo en una canastilla, parcialmente cubierta por el pañal, una especie de neceser para recién nacidos que llega a ser tópico iconográfico obligatorio para tales escenas ya desde principios del siglo XV. Colocándolo en el centro de la imagen y cubriéndolo con la tela, en El Greco, la canastilla se vuelve sustituta de un altar semejante al altar de una iglesia. Se entiende que la Adoración de los Pastores, es al mismo tiempo la adoración celeste de los ángeles y la de la Iglesia – María. Es la adoración de un sacrificio pero, al mismo tiempo, el cumplimiento de este sacrificio. Este aspecto se corrobora iconográficamente por el cordero con las patas atadas que trae el pastor de la parte inferior del cuadro, colocado como una ofrenda, justo debajo de la canastilla – altar, en un extremo del manto de la Virgen (por lo tanto en nombre de la Iglesia). Con más sutileza sostiene esta idea la propia Virgen María que sujeta el paño del Niño Jesús por los extremos con cada mano, levantándolo ostentosamente hasta el nivel del pecho, aparentemente para presentarlo mejor a los pastores y a los ángeles; pero de hecho (desde el punto de vista de la iconografía), ella realiza este gesto arrodillada igual que Verónica, la que muestra en los cuadros del mismo tema su velo grabado con el rostro del Redentor llevado por los verdugos en el camino del Gólgota. La relación entre el tema de la Virgen adoradora y el tema de Verónica, por el velo del rostro impreso de Cristo, explica también la finura del paño; pero también la colocación del Niño sobre el mismo (que lo mismo que la finura del paño sólo puede observarse bien mirando el propio cuadro). El Niño aparece más bien tejido, grabado o cogido en el paño, que colocado encima de éste. El simbolismo de toda la composición llega a ser inteligible de este modo. La Adoración de los Pastores demuestra ser una estructura mucho más compleja en la que el tema aparente, El Nacimiento del Señor, conduce a través de la interferencia Verónica – María, a la Pasión del Señor y la colocación en la canastilla – altar pone de relieve el sacrificio del Redentor ( a lo que lleva también la posibilidad de la interpretación del paño – velo por sudario). Juntar en una sola unidad la simbología de la Encarnación (con toda su humanidad subrayada por el paño y la canastilla), de la Pasión y de la Resurrección representa una realización de El Greco, tanto más notable cuanto que es concisa y está bien soldada iconográficamente, todo el conjunto Encarnación – Pasión – Resurrección concentrándose en el cuerpo frágil y minúsculo (en comparación con el tamaño del cuadro) del Niño Jesús que, con la ostentación con que está colocado en el paño tiene el aspecto de la eucaristía expuesta en el altar durante la liturgia (cosa que también indica la mano de José en un segundo plano, tendida para mostrar al Niño/Sagrada Forma al último pastor que ha llegado). Y es cierto que teológicamente hablando, la eucaristía representa la forma real del conjunto teológico Encarnación – Pasión – Resurrección. Tal vez más compleja todavía, teológicamente hablando, sea la composición Los Desposorios de la Virgen, una obra atribuida por algunos historiadores (Alejandro Busuioceanu, C. Aznar, J. Gudiol) precisamente al último año de la vida del pintor, hipótesis apoyada por el hecho de que el trabajo no está por completo rematado ya que la mano izquierda de José es mucho más borrosa y que los rostros de los dos personajes femeninos que secundan a la Virgen María están apenas perfilados. El único retrato bien acabado es el del personaje que se halla entre San José y el Sumo Sacerdote, un personaje medio calvo de barba blanca, que no es otro que El Greco, considerándose éste, por tanto, su último autorretrato. La obra es asombrosa en primer lugar por la libertad total con que los personajes están prácticamente reducidos a volúmenes cromáticos compactos, las ropas - cortinajes sugieren a la vez anatomía y movimiento, igual que en el caso de Pontormo, mostrando más que nada su función de elementos estructurales de la arquitectura plástica y cromática del cuadro, que, se adelanta con mucho a la función tradicional de los personajes, la de articular narrativamente la historia contada por la imagen. En Los Desposorios de la Virgen ya no se trata de personajes y narración sino de masas geométricas y de relaciones visuales. El modernismo de El Greco se halla en su cumbre en este lienzo que parece anunciar a Cézanne. Pero Los Desposorios de la Virgen presenta un elemento fascinante más y único en El Greco (el tema fue abordado sólo en este cuadro), y éste es la iconografía misma. No se trata de los personajes representados, aunque éstos también captan la atención, sobre todo la figura imprecisa, parecida a una pupa de insecto gigantesco, azul, de la Virgen, el autorretrato al parecer distante, ausente, del pintor que parece haber dejado su propio rostro vacante, o la figura del Sumo Sacerdote que apunta a Moisés tanto por su barba patriarcal como por la extraña mitra, partida en dos desde la misma raíz del pelo, como si fueran dos cuernos inmensos, igual que los que figuraban frecuentemente en las representaciones de Moisés (debido a una errónea traducción del texto hebraico que aludía a rayos), presentes incluso en el Moisés de Miguel Ángel. Más significativo aún que todo lo demás, es el sentido gestual del cuadro. A pesar de representar a siete personajes, no son visibles más que dos manos. Este par de manos está ubicado en el centro del lienzo, y el ojo del espectador se siente irresistiblemente atraído por él, no sólo porque los miembros de los demás personajes aparecen difuminados creando, parece ser que adrede, un claro para este par, sino debido a la chocante rareza de estas dos manos distintas que forman el par. Se trata de la mano derecha de la Virgen María y la diestra de San José. Son ellas las que propiamente actúan en el desposorio. Su posición como imagen central esta subrayada por la exposición en el fondo, del pecho del Sumo Sacerdote – Moisés, que está creando una especie de nicho como señal para llamar la atención. La rareza de este par de manos es tanto anatómica como iconográfica. El artista estaba tan acaparado por el sentido teológico que no se ocupó de la veracidad anatómica. Pero es precisamente su rareza anatómica la que evidencia su saturación significativa. Única tanto en El Greco como en toda la iconografía., la modalidad en que la mano de la Virgen coge y secuestra como si se tratara de unas blandas tenazas, la mano de San José, no tiene nada en común con la realidad del ritual del desposorio y tampoco con la capacidad humana de ejecutar tales movimientos en semejante posición. La única razón del gesto es la iconografía. El gesto emite y contiene una tesis: Igual que la de la Adoración de los Pastores es ésta también una tesis post – tridentina, contrarreformista, profundamente católica. Es una enunciación y por eso se puede renunciar a la posibilidad anatómica. Así como la Reforma fue viejo – testamentaria, la Contrareforma fue novo – testamentaria, y la posición de la Virgen María por causa de la gracia divina se ha fortalecido, como lo demuestra esta composición en la que María coge a José de la mano y la atrapa en la suya, igual que el Nuevo testamento abarca y engloba el Antiguo Testamento (José constituye un símbolo tradicional de la Ley Antigua) Las correlaciones de fuerza no provienen sólo de la anomalía gestual sino también del voluntarismo con el que la mano de la Virgen, recta y ascendente, representada como una diagonal que sube activamente, agarra prácticamente la mano de José que se acerca pasivamente, serpenteando a tientas en un plano horizontal y parece estrangulada. La Virgen tiende sola la mano, la impetuosidad inusitada de este gesto sólo está moderada por el hecho de que su rostro está borroso, ausente, y la mano es también descarnada, en aneurisma. Pero esto quiere demostrar que no es ella, la humana, la responsable de su propia acción. Ella no es más que el medio por el que se hace realidad la voluntad divina. Pero la voluntad divina es la voluntad misma, es voluntaria y afirmativa, autónoma, y por eso, a pesar de ser deslucida y descarnada, la mano de la Virgen sigue cumpliendo con su misión visiblemente autoritaria. Por el contrario, la mano vacilante de José es llevada a la unión por los dedos firmes del Sumo Sacerdote – Moisés, que literalmente empuja la mano de José hacia el apretón de la Virgen, tal y como, analógicamente, la profecía viejo – testamentaria empuja el Antiguo Testamento hacia la asimilación del Nuevo testamento. Pero el núcleo de toda esta gestualidad análogo – teológica reside precisamente en el apretón de las dos manos, en el "desposorio" propiamente dicho. Nada sorprendente, este "desposorio" es un dogma, iconográficamente hablando. Se trata de uno de los dogmas fundamentales del catolicismo. La mano de la Virgen se ve reducida prácticamente a cuatro dedos. El dedo de arriba, el índice, es el símbolo de Dios y tiene cautivos los cuatro dedos de José mientras que el dedo de la parte inferior, el meñique, que tiene cautivo el pulgar de José (el dedo "oponente") es el símbolo de Jesús, de su fragilidad y humanidad. Los dos dedos de la Virgen cogidos en la palma de la mano de San José (el dedo gordo y el anular, protagonista del "desposorio", simbolizan al Espíritu Santo que es dual pero único a la vez, igual que los dedos de la Virgen que parecen ser no uno sino uno doble, puesto que procede tanto de Dios (se refiere por lo tanto al índice) como de Jesús (que se refiere también al meñique) al ser englobado entre ellos. En pocas palabras, éste es el dogma "fillioque". El Greco, en los últimos años de su creación se muestra por tanto no sólo como un renovador que abre caminos por su manierismo formal modernista, sino también como un prestidigitador "conceptista" típicamente español, capaz de construcciones retórico – metodológicas brillantes. Su tercera obra del Museo Nacional de Arte, El Martirio de San Mauricio, es sobre todo una versión de taller de la monumental obra del mismo tema que se halla en El Escorial. Es posible que Jorge Manuel, el hijo de El Greco, sea el autor de esta versión, tal como afirma J. Gudiol (1970). La utilidad de este lienzo en relación con los otros dos es sin embargo real y significativa, dado que el espectador puede constatar mejor tanto la calidad estética excelente de las otras obras, como el carácter espectacular y a la vez sutil del juego de sentidos – en – percepción a los que invita y por los que éstos cautivan, a diferencia de este cuadro en el que los colores tienen un aspecto decorativo, un sentido que persigue agradar sólo al ojo y proteger la mente.
by Erwin Kessler